Fred a la platja

Fred a la platja

bathers-1920
S’alcen gavines
lentes i grises
de cap al tard.
Però és migdia.
Damunt la sorra
miro les noies,
velles banderes
amb què la vida
s’obstina enccara
fent-me senyals.
Il.lusions:
com m’heu cansat.

Joan Margarit

pintura: Picasso

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VEURE ÉS SENTIR

potser
cal cercar la raó d’aquests mots
al fons
d’una tassa de te
(t’adreçaré una carta postal
amb el dibuix d’una fulla d’eucaliptus)

una
sola cullerada
de sucre
i anà esborrant-se tot
menys el somriure.

Albert Ràfols Casamada

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Hola Lola!.

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¡Hola mundo!

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Kalima

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Flors de Bach




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PASIFLORA

Aquel verano Itziar, tía de Elionor, nos dejó su villa de O Grove. A principios de septiembre Elionor pensaba hacer un concierto en el Balneario. Una mañana de finales de julio, me regaló, con su violoncelo, una magnífica interpretación de la suite #1 de Bach. Permanecí sentada en el primer peldaño de la escalera, la respiración entrecortada, las notas eran un dulce néctar para mis oidos, los acordes hacían vibrar mi corazón. Finalizada la interpretación mantuvimos un largo silencio, salimos a la terraza y observamos el verde intenso del océano: sin mediar palabra, pero con una leve sonrisa en los labios nos dirigimos hacia la playa, nos sumergimos en la verde inmensidad del mar, sabedoras de que en aquel momento nuestra soledad se ahogaba entre las olas. Estábamos las dos, podíamos compartir nuestras inquietudes, nuestras creaciones, y por qué no, nuestros silencios. Sin saberlo, aquello fue el inicio de una larga convivencia, hoy pasados trece años continuamos en O Grove, sus brumas nos atraparon.

Al volver a casa, encontramos un telegrama de tía Itziar en el buzón de la verja, nos anunciaba su próxima visita. Nos alegró, pero nos preguntábamos, con una dosis de cierta angustia, si ella respetaría nuestros silencios. Decidimos olvidar su llegada y continuar con nuestra rutina; por las mañanas ibamos a la playa y por las tardes Elionor ensayaba, mientras yo sentada en la mesa de la terraza, revisaba mis poemas; no osaba utilizar la mesa de tía Itziar.

Aquella noche, después de cenar, sentados en los sillones de mimbre del jardín, Elionor me sugirió que realizara una lectura pública de mis poemas en el Balneario. Una brisa fresca nos envolvía. Ninguna de las dos habló de Itziar.

Tia Itziar tuvo la gentileza de prestarme su estudio-dormitorio, quizás por afinidad. Las dos escribiamos. Ella no había publicado, ni lo deseaba. En las blancas estanterías de su dormitorio montones de relatos dormían en cajas de colores.

El dormitorio estaba en el primer piso. Para llegar a él, tenia que pasar por un pequeño distribuidor presidido por una cómoda de madera de cerezo, con grandes cajones y dibujos góticos de marqueteria. Sobre dos antebrazos con sus manos, un poco surrealista e inadecuado con la decoración de la casa. Tía Itziar había vivido muchos años en Barcelona, quizás los compró en Insòlit, seducida por el cuento de Pere Calders, o por las leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer.

Cada vez que pasaba frente aquellas manos, tenía que acariciarlas, se convirtió en un pequeño ritual, eso sí, intentaba que nadie me viera. Tan pronto dejaba atrás el último peldaño de la escalera, me dirigía hacia éllas y las rozaba con la misma sutileza con que las beatas acarician los pies de los santos. Incluso algún día me había acercado un poco más hacia aquel dedo que se separaba coquetamente del resto y con la máxima delicadeza le daba un tenue beso.

Entraba en el dormitorio como quién entra en un  templo. A través de la ventana veía las flores blancas y violáceas de la passiflora, un profundo sentimiento de respeto me embargaba.  Me sentía intrusa en la intimidad de Itziar. Jamás osé utilizar su mesa de caoba, vieja mesa de un antiguo velero, desprendia fagrancias marinas. Tenia incrustada la rosa de los vientos; lo mas fascinante eran los dos cajoncitos frontales. Cuando los rozaba con suavidad, un ligero hormigueo invadía mis dedos, con cierta alarma retiraba precipitadamente las manos, no fuera caso que tuviesen la osadía de abrirlos. La silla cubierta con una funda de algodón blanco, parecía un espiritu de allende los mares. Junto a la mesa un ordenador, tampoco tuve audacia ara fisgonear en sus archivos.¿Quién era yo para husmear en ellos?

Antes de acostarme solia sentarme en el sillón azul, escudriñando entre los muchos libros de la biblioteca. Estaban alineados en perfecto orden alfabético. Había libros de Rosalía de Castro. “Adios rios, adiós fontes”, “Folas novas” escritos en gallego. De seguro que ella leía gallego. Me llamó la atención “Zalacaín el aventurero” de Pío Baroja, de la editorial Aubier de París, una curiosa edición bilingüe, castellano-francesa, quizás lo había adquirido durante aquel verano que pasó con su hijo Julián en París. Reconocí muchos otros autores: Vicnte Aleixandre, Clementina Arderiu, Camilo José Cela, Juan Eduardo Cirlot, Antonio Machado, Carmen Martín Gaite, Pablo Neruda, Marta Pessarrodona, Mercè Rodoreda, Montserrat Roig, José Luis Sampedro, José Saramago, y un largo e interminable etcétera de nombres.

Aquella noche, recostada sobre los mullidos almohadones de la cama leyendo poesías de Clementina Arderiu, me costaba conciliar el sueño. La ventana estaba abierta, Elionor todavía estaba en la terraza. Me levanté y me distraje revisando la biblioteca. Ante mis ojos apareció el nombre de Filisberto Hernández. El libro se llamaba “Las Hortensias”. Fue entonces cuando lo intuí. En aquella habitación, quizás en toda la casa no había ningún objeto que no tuviese relación con alguno de los libros de la biblioteca. En aquel momento alcancé a preguntarme el por qué del cuadro de las Hortensias de enfrente la cama, el por qué de las manos de la cómoda. Miré a mi alrededor con curiosidad:¿Habría descubierto el secreto de Itziar? Me empecé a preguntar el por qué de cada objeto, de cada mueble. Observé detenidamente la habitación, los cuadros, aquellos pequeñitos sobre la cama, cimas de montañas azules entre brumas, una sutil rosa, un pequeño puerto de pescadores, la barandilla de un balcón, el torso de una mujer desnuda. Me interrogaba si sabría localizar a qué libros podrían corresponder aquellas imágenes, a qué autor, qué historias no quería olvidar Itziar. Mientras observaba todos y cada uno de los detalles, la brisa me traía la fragancia de los  jazmines del jardín. Insistí: ¿Por qué el jazmin en el jardín?. Empecé a releer títulos, buscando que libro empujó a Itziar a cultivar la Pasiflora en la terraza, no era facil. El sueño me venció. Soñé con manos rosadas que surgían del suelo del jardín, rodeadas de tupidas trepadoras que se enzarzaban entre sus dedos.

El ocho de agosto, llegó Itziar, ilusionadas le contamos que habíamos ya concertado con el gerente e A toxa, el concierto para el dieciseis de septiembre y una lectura de mis poemas para el vinticuatro. La idea le entusiasmo. Elionor empezó a practicar con su violoncelo durante seis horas diarias, terminaba extenuada. Yo decidí no revisar mas mis poemas, la presencia de Itziar, y porqué no decirlo la obsesión por los objetos de la casa no permitían que me concentrase. Buscaba títulos, relatos donde apareciesen visillos, sillas de mimbre, en fin cualquier cosa de las que me rodeaban, incluso preguntaba a Itziar qué libros me sugería para leer, quizás ella me diese algún indicio.

Cuando llegó me vi obligada a trasladarme de dormitorio, disculpándose me cedió justo el de al lado de su estudio, el de su hijo Julián. Cada noche tenía que pasar por el distribuidor. Me sentí molesta,incómoda, aunque no me perteneciese, el estudio tenía todavía muchas historias que contarme y yo sentía la necesidad de curiosear entre sus objetos, sus muebles, la escalera de pino de la biblioteca, el redondo reloj que estaba encima los estantes de las cajas de colores. Tenía que observar, saber a qué relato pertenecían. Con el pretexto de buscar libros para leer, entraba a menudo en la habitación. Ella se mostraba complaciente. Si cuando me levantaba por la mañana la oía desayunando en la cocina, abría con lentitud la puerta y fisgoneaba. Algunas veces uno de los pequeños cajoncitos de la mesa estaba abierto, me acercaba, echaba una rápida ojeada, eran pequeños papeles con citas de los libros, todos relacionados con objetos, lápices, relojes, pasillos, puertas, ventanas, espejos, manteles. Alguna mañana incluso había podido leer alguno de ellos:


“Me miré en el gran espejo del perchero y me vi una cara desencajada” (Reina, 234)” ¿quizás por eso el perchero de la entrada?

“Los sillones de mimbre son los que tienen mas trajín por lo ligeros y manejables. Siempre andan en brazos…., de la sombra al sol, del sol a al sombra” (Balneario 228-229), los sillones de mimbre del jardín;

“He plantat moltes roses/ per a tu, per si florien” (Eros mes que Thànatos, 122), el cuadro de la sutil rosa;

“Encima de sus cabezas chirrió la maquinaria del reloj que era grande como la luna, anunciando que iban a ser las nueve y media en la ciudad (Visillos, 74)” el redondo reloj de madera, encima de las estantes de las cajas de colores de su dormitorio.

Mi malestar crecía a diario, Itziar se había apropiado de mi santuario. Tenían tanto que contarme sus libros, sus paredes, sus muebles, sus objetos. La empecé a considerar una intrusa. Inicialmente nos había dicho que no vendría en todo el verano, y de improviso, sin más, aparece intentando compartirlo todo con nosotras.

Una de aquellas noches cuando cumplía con mi ritual de acariciar las manos, descubrí un pequeño hueco entre la cómoda de cerezo y la pared, entonces se me ocurrió esconderme en él y observar el ir y venir de Itziar. Los antebrazos con sus manos quedaban justo encima de mi cabeza. Por las noches me retiraba a dormir antes que ella, con el fin de poder esconderme en mi rincón y observarla. Pude ver cómo cada noche depositaba sus anillos en el dedo que yo besaba furtivamente, luego entraba en su habitación y la cerraba con llave por dentro. Yo salía de mi escondrijo, acariciaba los antebrazos, daba un suave beso al pobre dedo, ahora, agotado por el peso de los anillos, y me retiraba al dormitorio de Julián.

Recuerdo perfectamente la fecha, era el veinte de agosto, estaba ya en mi escondite. Itziar tardó más de los usual en retirarse a dormir, la espera se me hizo insoportable. Con precaución saqué mi mano derecha, y acaricié el dedo. Por fin ella llegó y empezó a trasladar sus anillos, llevaba cuatro, al coqueto dedo de la rosada mano. Un instinto descontrolado, unos celos desconocidos me invadieron y supe que tenía derecho a hacerlo.  Aquel pobre dedo no podría soportar tanto peso. Unas manos se elevaron por encima de la cómoda, le rodearon con fuerza el cuello y con lentitud lo fueron estrujando. Eran unas manos, creo que las mías, o ¿quizás las de la cómoda?. No lo sé, tanto da. Se desplomó en el suelo del distribuidor. Como pude la llevé hasta su cama, y sin saber porque le dejé el libro de las Hortensias junto con un pequeño ramillete de flores de la pasión entre los dedos. Apagué las luces, miré las cajas de colores, el reloj marcaba las once en punto y cerré la habitación.

Me acosté a la cama de Julián. Soñé otra vez con las rosadas manos del jardín, que atrapadas por una espesa hiedra emergían del suelo justo debajo del almendro. A la mañana siguiente bajé a desayunar. Los sones del violoncelo llenaban la casa. Aquel día no quise ir a la playa. Cuando Elionor marchó enterré el cuerpo de Itziar bajo el almendro, recordé: “Eloisa está debajo de un almendro” de Jardiel Poncela y una sonrisa asomó a mis labios. Subí al estudio y ya sin ningún recato abrí el ordenador, escribí una nota para Elionor en la que Itziar se disculpaba por su precipitada marcha, la reclamaban con urgencia desde Nueva York, donde había impartido clases años atrás. Nos pedía que continuáramos en la villa y que la cuidásemos con el mismo cariño que lo hacía ella. Una última recomendación, que plantásemos hortensias alrededor del almendro, y que pensáramos en regarlas a diario. De nuevo me cedía su dormitorio-estudio.

Dejé la carta en la habitación de Elionor. Después de cenar como de costumbre tomamos el café en las sillas de mimbre del jardin. La suave brisa nos rodeaba.

El dieciseis de septiembre, con gran éxito, se celebró el concierto, empezó con la suite #1 de Bach, asistió Julian, pasó unos días con nosotras en O Grove; el día veinticuatro tuvo lugar la lectura de mis poemas. Finalizó septiembre y decidimos continuar en la villa hasta que tía Itziar se pusiese en contacto con nosotras. Han pasado trece años y todavía hoy no hemos tenido noticias de ella. Nos causa extrañeza no haber recibido ni una sola nota. Nos hemos instalado a vivir en la villa de O Grove. Durante las vacaciones Julián nos visita unos días, no demasiados. Tampoco ha recibido noticias de su madre. Las hortensias de debajo el almendro florecen cada primavera, sus flores rebosan vitalidad. Yo duermo en el estudio que Itziar tuvó la gentileza de prestarme. Ahora escribo mis poemas en la mesa del velero, fisgoneo en los archivos del ordenador. Muchas noches me siento debajo del almendro y leo en voz alta alguno de los relatos que encontré en las cajas de colores.

Lídia Sender

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Saber vivir saber morir.

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